sábado, enero 28, 2006

El Hijo de Dios (3, final)


Putitos, el desenlace:

Rodeados por un cesped verde, los hombres y las mujeres todos de negro, elegantes y sobrios, parecen hambrientas aves de carroña junto al féretro. Un cura, el cóndor, presidía solemnemente la ceremonia y hablaba de lo que tenía que hablar: "Jesús murió por nosotros" "venció la muerte para darnos resurrección" "fue crucificado, muerto y sepultado". Jesús tuvo un entierro judío, pensé. Después de todo, los mismos que te matan te sobreviven y después te entierran.

Carlos se acercó a mi, estaba deshecho y me abrazó tratando de decir algo. Cuando se hubo calmado comencé a entenderle: Están enojados porque se enteraron de todo, me dijo desesperado
-De todo de qué, interrogué
-Lo de nosotros
-¿pero por qué arman tanto escándalo? ¿cómo se enteraron?, desesperé
-Yo también voy a morir, balbuceó
-¿De qué huevada me estás hablando?, insití encolerizado
-De SIDA huevón, el mismo que te contagíé a tí y que tú le pegaste Juan.

Mi estómago libró la tensión mediante un espeso vómito amarillo que entintó la lápida de un sujeto desconocido. Ví como todos me miraban con odio. Todos estaban seguros que yo era el culpable de aquella muerte insensata. La madre desconsolada, cuyo hijo había muerto y salido del clóset en un mismo instante, parecía una oveja que no entiende por qué le quitan a su pequeño cordero. Su mirada sumergida en sal penetraba mis entrañas. El cura calló al notar la presencia de un enemigo y un silencio andino enfrió aún más el encuentro.

- Cuando Juan terminó contigo anduvo con Félix, remató Carlos.

Me di vuelta y comencé a caminar. No podía quedarme allí. Tampoco podía irme sin decir nada y, antes de voltearme grité: "¿Están seguros que la culpa es mía? ¿Él no me engañó? ¿Era él un santo?"

*

De esto han pasado ya muchos años y el sida ya no necesariamente es fatal. Desde aquel día en que me enteré de mi enfermedad pienso en la muerte de Juan, en sus últimos momentos. Lo imagino boca arriba con sus manos extendidas por el lecho. Imagino su piel lacerada por el cáncer de Kaposi y su boca desfigurada por la proliferación del Herpes. La respiración obstaculizada por derrames pulmonares. Justas y sabias palabras finales emanan de su boca tras un último aliento angustiado. Una agonía excesivamente dolorosa, pero romántica.

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