jueves, febrero 23, 2006

Viejo Crack

Las minas ricas y la gente rara son la única distracción posible durante mis lecturas matutinas en el metro. De cuando en cuando, mis ojos se desvían de las inverosímiles noticias de "la hora" para posarse sobre delicadas flores urbanas que viajan a sus universidades adornadas sutilmente por lindísimos zarcillos, castas blusas blancas, tímidos escotes color piel o flameantes minifaldas. Lamentablemente, estos avistamientos rara vez se perpetúan en la memoria con la misma intensidad que otras experiencias, menos estéticas, en las que, intrigado por algún ruido, un hedor o una vociferación desmedida, mi atención se diluye del papel manchado y se enfoca en la "gente rara": definidos como aquellos extraños seres de ignota procedencia que acusan estados clínicos de locura ya sea en su aspecto estrafalario o en su conducta desorbitada.

Después de años de viajes en el metro y muchos encuentros con gente rara, no me sorprende concluír que nada puede sorprenderme.

El otro día, leyendo un insólito artículo titulado "Las paltas también se estresan", cuyo autor lametablemente olvidé, me percaté que un extraño sujeto me miraba fijo. Había mucho de "bailarín de tango venido a menos" en el aspecto de quel anciano. Estaba vestido con un terno azul a rayas grasiento, con pañuelo rojo al cuello -y otro en la solapa- y un sombrero negro ladeado protegía su cabeza de la luz eléctrica. Advertí que uno de sus ojos me miraba fijamente la cara mientras el otro ojo, un poco extraviado, parecía no ver nada tras un velo opaco de senilidad. Apenas lo miré, el viejo detectó mi atención y largó, con descaro, su pregunta:
- ¿Satisfaces a la clientela?, gritó
- ¿perdón?, susurré mientras me acercaba a él para que no gritara pues la conversación amenazaba con teñirme la cara de rojo...
- Me escuchaste perfectamente, gruñó
- Bueno... supongo que sí... pero...
- Cuidado que soy un viejo vivo -me interrumpió- y deja de hacer eso con la lengua porque no te servirá de nada.

Debo explicarles por qué aquel último consejo, sumado a la vehemencia del anciano desquiciado y a la insolente curiosidad de los pasajeros vecinos, incendió mi cara: La lengua, para todo puto que se precie de tal, es tan importante como el sin-esqueleto. Un remolino loco cargado de pasión con la lengua puede producir en las féminas una marea de placer incontenible. Para lograr esto, eso sí, la lengua tiene que estar en forma, lo que se logra con repetitivas y veloces carreras dentro de la propia boca, que yo realizo cuando estoy distraído, con los labios cerrados para no parecer un depravado. La sola mención de los ejercicios para tonificar mi lengua logró avergonzarme frente al casual público del carro. Me sonrojé y, por supuesto, detuve mi maratón bucal.

- Reconozco a un "jigolós" cuando lo veo -siguió el internable- ahora se visten todos de maricas... en mis tiempos no era así...
- ¿Y su pañuelo rojo?... - pregunté con una agudeza desconocida en mi- a mi me parece bastante...
- Yo también fui "alegre de cascos" en mi epoca - dijo sin escucharme- me vestía como hombre y la lengua sólo era para hablar... Con buen blablá las clientas se vuelan a otro planeta, gritan de placer cuando las hacen gozarrrr...

El viejo continuó con su exposición de palabras gritonas que sin duda todos los pasajeros disfrutaron. Después, de palabras simplemente gritonas, el discurso incluyó palabras obscenas y gritonas. Luego vino la mímica del acto sexual con una mujer que definitivamente no era voluntaria para actuar. Prosiguieron gemidos y gritos sexuales simiescos, proezas "geriatrico-contorsionistas" y alguno que otro porrazo vergonzoso y entristecedor. Todo lo hacía, según me comunicaba a todo pulmón, para enseñarme a ejercer de buena manera la prostitución.

Afortunadamente se abrieron las puertas y me pude bajar corriendo, por lo que no tuve que presenciar a plenitud su acto final de exhibicionismo.

Llegando a la casa de Amelia (una señora de cuatro decadas con sólo una teta) nos disfrazamos de príncipe y princesa persa para probar algo distinto. Influenciado por el viejo, le hablé de mahoma, kung-fu, el tawantinsuyu y todas esas cosas orientales para ambientarla. Al final todo resultó bastante bien: mi atlética lengua descansó y, contenta, Amelia pagó el doble por mis servicios. En definitiva, algo podría agradecerle al viejo crack.