sábado, enero 28, 2006

El Hijo de Dios (2)


Después de eso no lo vi en mucho tiempo. Entre nuestros amigos se rumoreaba que había renunciado a su trabajo y que ya no salía del departamento. Por momentos nos reíamos de sus locuras y nos lo imaginábamos atado a un tronco de madera frente al ventanal de su habitación, perdonándonos a todos por nuestros pecados. Yo lo llamaba por teléfono semanalmente pero él no contestaba. Nos tranquilizaba de vez en cuando mandando un correo a alguno de nosotros, con un mensaje divino. La teología de estos mensajes generaba horas de diversión: "Dios es Amor", "yo soy la palabra", "tengo un gozo en el alma".

Con el tiempo que pasaba sin verlo por su reciente zafadura, empecé a extrañarlo con angustia. Me despertaba en las noches, llorando, después de que mis pesadillas le insertaran lanzas por los costados, lo desangraran con golpes de latigazos y lo sacrificaran en las cimas de Gólgotas oníricos.

Varios meses después de nuestra última conversación, sonó mi celular en mitad de la noche. Juan estaba en el hospital. Fui a verlo sin pensar en nada y lo encontré solo, vendado como momia. Félix, uno de nuestros amigos, lo había golpeado hasta casi matarlo. Juan apenas podía hablar (tenía heridas en la garganta) y hacía gestos para que le acercara mi oído. Me acerqué y me susurró con una tenue brisa cálida: "Éste es mi Via Crucis". Yo no pude contener el llanto y tomé su amoratada mano para recibir su calma, como lo hacía cuando éramos amantes, pero él tomó mi mano primero y la presionó con fuerza. "Yo te perdono, aunque seas Judas", y miró hacia la entrada: Había llegado la enfermera. Tuve que irme. ¿Acababa de llamarme "Judas"?

Durante esa semana y las tres siguientes viví tratando de encontrar a Félix. Hacía tiempo que quería golpear a ese bruto estúpido que se creía mejor que yo. Ahora había golpeado a Juan, por lo que me daba una razón pública y de peso para darle una paliza. Me imaginába topándomelo en plena calle, la gente rodeándonos y mis puños vigorosos e incisivos en su rostro de simio. Nadie me quería decir donde encontrarlo, inluso me parecía que ninguno de los cercanos quería siquiera hablar conmigo. No me topé con Félix hasta el dia del funeral de Juan.

Mi salud no había estado muy bien, una tos violentísima me sacudía cada noche. Su madre me telefoneó para avisarme que había muerto. Me contó que días después de recibirlo de alta en su casa, un desmayo en la ducha los alertó sobre una recaída. "Estaba sufriendo mucho", repetía entre sollozos. En la clínica hicieron todo lo que pudieron pero finalmente un paro cardíaco terminó con su vida desordenada. "Estaba sufriendo tanto". Traté de calmarla, pues imaginaba una muerte por sobredosis. Ella del otro lado estaba desconsolada (como yo lo estaría después) y me preguntaba y tiraba frases al aire "¿por qué nunca me dijo?" "Nunca me dejó conocerlo" "¿Tú sabías?" Yo en mi cabeza elucubraba a Juan con su mente empolvada hasta las nubes, punzada por relumbrantes líneas de cocaína, como una tormenta luminosa y oscura, dando fin a su vida en una cama de hospital, padeciendo la ironía de morir a los pies del vencedor, cuya imagen crucificada dominaba desde la pared, sobre la cabecera del lecho de muerte. "Estaba sufriendo tanto"...

1 comentario:

jfhurtado dijo...

salve el rostro del simio, manto de turin que imprime nuestra facciones