La así llamada “navidad”
por ateos y católicos es un tema controversial de tan larga data que esa misma reyerta se ha vuelto en sí misma un tópico. Mi punto es que si se aplicase strictu sensu la filosofía que originó
la euforia decembrina, tendríamos que volver a resignificar el sentimiento
humano más básico, esto es, el afecto por el género mismo, tan vilipendiado y
decadente ya desde la primera modernidad acaecida en el siglo V. En esas estoy, cuando de pronto siento una
gota de sudor que escurre por mi pezón derecho, cuyo impacto minúsculo en mis
piernas me hace abrir los ojos y darme cuenta que el sauna es un buen lugar
para recuperar la admiración perdida hacia mis congéneres de especie. Es un lugar privilegiado porque sólo los
mejor fornidos son quienes logran escalar las paredes variopintas del
rocódromo, en ese lento y acompasado ritual donde se toquetea la pared,
rozándola promiscuamente con manos y piernas, buscando sus recovecos, husmeando
en sus curvas, sudando y donándole sudor, con un bailoteo forzado y en
ocasiones con cierto dolor hasta llegar al lugar membretado como –ZONE-. En ese momento que finaliza el ascenso, todo
es placer.
Escalamos y la pared es nuestra única amante, pues no vemos
a nadie más a los ojos. Después vamos
todos al sauna, a tener la charla postcama que ella no puede darnos. Mis ojos que obedecen a otra lógica que no
son las de la civilizada indiferencia dentro de un sauna nudista mixto, atrapan
el momento en que esas nalgas se pronuncian firmes en este cónclave silencioso,
y definitivamente se posan en la alegre reiteración de varios miembros muy bien
puestos. Más nalgas, cabellos dorados,
líneas dibujadas por costillas y espaldas llenas de caminos brillando a
contraluz como en una vitrina de expendio que sólo acepta monedas y yo sólo
tengo billetes. Hace calor y todos lo
resistimos cómplices. Sigo sudando y
ahora siento todas las gotas resbalando por mis tetas con hilos de frescor
hasta que de reojo lo veo. También sus
ojos miran mis piernas bañadas, y yo podría ofenderme porque me han sorprendido
en este acto de contenido vouyerismo, pero mejor me recorro un poco hacia la
luz y así puedo ser una cascada si él quiere.
Me aprieto contra mi toalla posada en el banco de madera. Por el trabajo anterior, casi no tengo
fuerzas ya en las manos, pero sé que estas presiones intermitentes son mi pase
de regreso: yo quisiera tocarlo también, pero entonces rompería el pacto de
fidelidad que juramos todos al rocódromo y ya no podría volver. Entonces me muerdo los labios y deletreo esta
historia.