domingo, septiembre 02, 2007

Monstruos en la cama

-¡¿qué mierda fue eso?! - preguntó Ariel mientras se arrinconaba espantado en la cabecera de la cama después de haber sentido en la planta del pie un roce frío y húmedo. Su ocasional compañera de cama, Sofia, una española que daba la vuelta al mundo argumentando que le gustaba mucho viajar, pero que en realidad escapaba de sí misma o de un ex-novio o cualquier otra molesta punta metálica que la amenazaba constantemente en la espalda, repitió lo que ya le había advertido desde antes pero que Ariel, ya sea por necesidad de sexo, amor o sensata incredulidad, había dejado pasar.

Ariel, ahora evidentemente asustado, propuso resolver la situación sin dilaciones. Salió de la pieza y trajo de la cocina un afilado cuchillo, héroe de otras epopeyas no menos memorables, y le ordenó a Sofia, quien insistía en la inutilidad de aquellas acciones, bajarse de la cama y prepararse para arrancar las sábanas sorpresivamente. En la mente de Ariel, Sofia sacaba de un tirón todos esos géneros blancos destinados a cobijar sueños mientras él, ágilmente, asestaba punzante herida a la escamosa criatura, que se retorcería mientras su sangre reaccionaba químicamente con el vacío, absorviendo energía vital, pero liberando muerte y verdad.

La realidad (o debo decir la historia) fue completamente diferente a lo que ocurría en las fantasías de Ariel. A la cuenta de tres, Sofia retiró con fuerza las azules sábanas del lecho, descubriendo al aire aquella ordinaria e inocua imagen de una simple cama sin sábanas bajo la tenue luz de la alborada. Ariel, doblemente incrédulo, revolvió y batió la habitación entera en busca de aquella criatura que había sentido con la planta de su pie.

Sin poder encontrar a la bestia y tranquilizándose un poco, los fortuitos amantes reconstruyeron el lecho sobreponiendo sábanas y frazadas de la misma manera como lo hubiese hecho casi cualquier pareja humana de la tierra. Volvieron a acostarse, conversaron un rato sobre la fiesta que los había reunido (y del ario extranjero que con ebria retórica criticaba la incapacidad chilena de oponerse frente a los monstruos trasnacionales para conservar la cultura ancestral indígena) y también, por supuesto, volvieron a intentar acariciarse y hacer el amor.

En medio del acto sexual, aquella faena inútil donde dos afanados seres buscan cubrir vacíos espirituales con genitalidad, Ariel volvió a sentir aquella paradoja fría y reptante, esta vez, rodéandole la pantorrilla izquierda. Estremecido, Ariel volvió a la esquina del acolchado cuadrilátero y le pidió a la mujer desnuda y sudada de la otra esquina, Sofia, que le contase todo lo que sabía de aquel monstruo.

Sofia, muy paciente con los hombres, volvió a contarle su historia con aquel engendro: -Viajes por el áfrica, largos meses en campamentos inmundos, largas caminatas. En la vida agreste nos volvemos más sensibles a lo que ocurre fuera de nosotros pero insensible a lo que ocurre dentro -decía- El movimiento del sol y las estrellas pasan a formar parte de nuestras vidas y empezamos a olvidar muchas de nuestras absurdas necesidades. En cierto momento, la vida agreste nos obliga a no poner atención a cosas pequeñas como las picadas de insecto, golpes pequeños o amores menudos. En esa vida lo importante son los astros, la tierra, el león, el alimento, el agua, los huevos, la vida, la muerte y el ciclo menstrual. Así - siguió relatando Sofia- con esa despreocupación de lo que ocurre con uno, un día, cuando en una caminata yo atravesaba unos arbustos, la criatura entró a mi bota sigilosamente, como lo hace una duda a la mente en la sobremesa de un almuerzo, y no pude hacer nada. Después, en el campamento -continuó- nunca me sacaba las botas para dormir y la criatura, por tanto, vivió meses dentro, alimentándose de mi sal y mi sudor, haciéndose cada vez más fuerte y poderosa.

Me fui dando cuenta paulatinamente de su existencia. A veces, alguno que otro amante advertía con desconfianza su presencia, pero cualquier intento de búsqueda resultaba inútil. Un día, en el baño de un hotelucho en algún pueblo de argentina, a varios años de África, ella se mostró por primera vez. Al principio la noté de reojo en el reflejo del espejo. Después, lentamente fui moviendo la vista hasta cazarla entera. La criatura era enorme y sobrepasaba por metros todo lo que yo habría llegado a acumular de autoestima en mi vida. En ningún momento sentí miedo pues me sentía, de alguna manera, madre de aquella bestia. Compartimos la misma sangre, creo. -dijo.

Sofia le recordó al hombre que compartía su lecho que no debía impresionarse con aquella historia pues ya se la había contado. Estaba advertido.

1 comentario:

Mantoscuro dijo...

wenanwenawena....espero que nunca me pase....jajajajaja